Me encantan las flores. Su mera presencia puede cambiar la estancia en la que se encuentran. Mirar sus vivos colores nos alegra y nos da luz; su aroma puede embriagarnos, adormecernos, relajarnos o excitarnos. Pero tanta belleza junta en un solo ser tiene un precio alto a pagar: son tan efímeras!!!
El ser humano, ambicioso por naturaleza, pocas veces se conforma con lo que le es dado, y quiere más… yo quería más…
Y busqué…busqué por diversos jardines una flor que fuese eterna, que nunca cambiara su color, que no perdiera su aroma…pero las que yo hallaba no complacían mi exigencia, eran de bellísimos colores, con perfumes encantadores, pero su perfume se acababa y sus colores se desvanecían y al poco tiempo morían…
Pero mi empeño era más grande que mi razón… y cuando me sentía agotada y fracasada en mi búsqueda, mi deseo fue atendido…. tuve al final ante mí a mi “flor eterna”…
Es cierto que nunca morirá… que sus pétalos nunca marchitarán y que no perderá su color… pero su olor tampoco me embriagará…nunca sabré como sería ese olor… ni como el tacto de sus pétalos… ni podré sentarme a su lado para ver cómo crea música al pasar el viento…
Tengo mi flor eterna, sí… ahí está en el mismo sitio… inerte, dura e impertérrita al paso del tiempo… ella será esta vez la que espere verme a mí marchitar mientras se apodera de mi un sentimiento de melancolía recordando la emoción que se siente al disfrutar, aunque sólo sea por un momento, de la belleza íntima y efímera de las cosas.
Besos efímeros…